martes, 15 de febrero de 2011

Ánima sola


Retrato I


La sala está muy iluminada, merced a los grandes ventanales que forman al bow window, donde hay tres mullidos sillones forrados con cuero color vino. Cada sillón se encuentra bajo un postigo del ventanal. El cortinaje es de suave tul; pero sin almidonar, es como una gasa ligera, translúcida. Al parecer, los moradores de aquella casa no tienen miedo de nuestra mirada intrusa.


Hay transparencia en todo, en la elegante estancia, en el diáfano ambiente hogareño y en la piel de la muchacha que desciende parsimoniosamente por las añejas escaleras. Se diría que flota, si no fuera por el sonido que hacen los zapatos al golpear los escalones.


También su piel es translúcida, de tan blanca. Incluso permite ver, en ciertas partes del delicado tejido, lo azul de sus venas. La joven está vestida de negro, comenzando por las botas de cuero y su redondeado casquillo metálico, en la punta.


El vestido, largo y ampuloso, fue confeccionado con terciopelo negro, salvo algunas zonas de raso y encajes blancos. Hay otro detalle que no resulta oscuro ni oculto: el escote, que es muy generoso y revelador. En su seno turgente hay níveos delfines que se arquean en picada hacia el espumoso mar, tras emerger fugazmente para mirar el azul del cielo.   


Su cabello, lo mismo que sus depiladas cejas, está teñido de negro intenso, bastante artificial por cierto, con dudoso brillo azulado. Es una cabellera abundante, larga y lacia, marco idóneo para blanquear todavía más aquel rostro, de natural extraordinario como de porcelana; pero afectado por algún talco para reforzar su maquillaje a la sazón de los muertos vivientes.


En cuanto a sus labios, son carnosos y rozagantes. El dibujo categórico de su boca es el síntoma inequívoco de salud, en completa contradicción con la imagen enfermiza y luctuosa de aquel atuendo.


Ella viene deslizando sus dedos, suavemente, por la barandilla de la escalera. Son dedos largos y delgados cual torres catedralicias. Sin duda sus manos nunca han acometido labores rudas, ni siquiera trabajos caseros. Eso es trabajo de su nana, quien, además entre sus muchas labores— debe acompañarla a la misa en un templo de la Colonia Roma.


Retrato II

Este es el retrato de un retrato, mejor dicho, de una estampa popular que recuerdo enmarcada sencilla y toscamente, cubierta con un vidrio ya cuarteado y opaco. Es la estampa de una mujer; pero que suele verse en atractiva desnudez y levantando los brazos sujetos por sendos grilletes— en actitud suplicante. Sus ojos son zarcos, pero tiene cabellos negros; aunque ondulados.


Ella está envuelta por lenguas de fuego, amarillentas y sinuosas, como acariciando su cuerpo; pero sin convertirlo en reluciente ascua, ni dejarlo completamente carbonizado. Tampoco su largo y pulido cabello da muestras de medroso encogimiento ante el avance de las llamas.


Me intriga ese cuerpo, porque se le ve misteriosamente intacto, si bien está inmerso en un holocausto, éste es aparentemente estéril y sin sentido. Efectivamente, la llamarada sería inocua, de no ser porque esa dama es el ánima, que es el principio vital de los entes naturales —como dijera un pagano muy destacado: Aristóteles—,  es decir, se trata del alma. En tanto se encuentre descarnada, el alma —según los que no son paganos— no puede ser reducida a cenizas por tan intenso fuego; pero, quizá sea sometida a una tortura inmensurable.


¿Qué clase de fuego es aquel que sin consumir a un cuerpo, inflige, sin embargo, espantosos dolores?


Tal estampa es popularmente conocida como El Ánima Sola. Cabe la posibilidad de que, al morir, el alma de algunos pecadores deba pasar por una angustiosa estancia en el purgatorio, precisamente purgando, esto es, limpiándose de toda mancha, de todo peccare. Hay purgatorio, dice la doctrina católica, porque Dios es justo; pero es misericordioso.

Se puede decir que ahí el alma está en catarsis, en purificación. Algo similar a lo que se cuenta de Heracles y de otros héroes griegos que, cuando infringían los preceptos divinos, debían pasar por un proceso catártico.


No sé si en el purgatorio el ánima esté completamente sola, cuando menos en esa parte que se pinta como un calabozo, entre las llamas que dejan ver las puertas enrejadas. La estampa no permite asomarnos más allá donde, acaso, conecten otros tantos calabozos. ¿Serán muchas las celdas?; ¿habrá en cada una, aneja, alguna otra ánima igualmente sola?; ¿estarán contiguas las oficinas en que despachan los oficiosos diablillos, atareados con tanto presidiario? Es una cárcel infernal, en donde se castiga al alma con abandono y soledad. 


III
Una estampa descontinuada


La joven de cabellos negros tiene la costumbre de asistir a la misa dominical, en el templo de la Sagrada Familia, situado en la esquina de Puebla y Orizaba, donde la nana  acostumbra rezar fervorosamente a la imagen del jesuita Padre Pro, mártir cristero que goza de simpatía por parte de las beatas. Este domingo, antes de ir a ese templo, la joven hace de su nana un paño de lágrimas, contándole los problemas que tiene con su novio:

—Es horrible mi soledad. Siento que me quemo.

La nana quiere ayudarla, a su manera (a pesar de que el novio no le simpatiza). Por ello le pide que en esta ocasión la acompañe a llevarles unas veladoras a las Ánimas del Purgatorio, en el templo de Nuestra señora de la Merced, ubicado en la esquina de Dr. Vertiz y Arcos de Belem. La nana le dice que en aquel templo pueden ver una pintura donde se representa El Ánima Sola y que, si ella quiere, pueden rezar juntas para pedirle el milagrito de que a su novio se le quite lo mujeriego. Con esperanza renovada, la muchacha acepta ir al otro templo, sugiriéndole nada más ir en carro. Lo recogen en el estacionamiento donde lo guardan diariamente; dado que su casa fue construida durante el Porfiriato y carece de garage.Tras abordar su automóvil, ella le pide a su nana que la guíe hasta el templo, que está cerca de su casa, a unas calles de la Plaza de la Ciudadela. Al llegar, ven el pequeño estacionamiento, anexo a la iglesia, pero está repleto; por lo cual tienen que dar muchas vueltas para encontrar otro sitio en dónde estacionarse, en una calle sucia y ruinosa, a cien metros de distancia. 

Junto al pórtico se encuentra un puesto que vende velas y estampas religiosas. Se detienen ahí por un momento para comprar las veladoras. Pasean su mirada por las mercaderías, deleitándose con las estampas y los exvotos de latón: brazos, piernas, ojos y corazones. A la muchacha le llaman la atención sobre todo los corazones, que deben hacerse pender de un listón rojo y colocarse con alfileres sobre los tableros de los santos para que se produzca el milagro de amor. La, tan deseada, correspondencia entre los sentires.



Entran  al templo y lo primero que ven es un altar a la Santísima Trinidad, en su advocación de Divina Providencia. La nana se acerca al cristal que cubre al altorrelieve en yeso, lo toca y se unta en la frente un invisible ungüento, lo mismo hace la joven, solemne a más no poder.


La nana la toma de un brazo y la conduce a un altar con la seguridad de quien conoce aquel recinto; pero cuando levanta la vista se encuentra con una sorpresa: el cuadro de las ánimas ya no está en su nicho, en su lugar se encuentra una pintura de la Virgen de la Merced.


Muy consternada y conteniendo las ganas de gritar, la nana se santigua apresurada y voltea para ver a la joven de cabellos negros. Comienza entonces a buscar la imagen religiosa, recorriendo los diversos altares, hasta que, desesperada, enfila hacia la sacristía, que se encuentra cerrada. A la señora se le ven las intenciones de reclamar por la desaparición del icono; pero no hay a quién acudir, ni siquiera el párroco, para su fortuna; pues lo hubiera regañado con la autoridad de una feligrés entusiasta, una de las fuerzas vivas de la Iglesia Católica Apostólica y Romana que, en provincia y en una pequeña población serrana tendría un poderío desmedido; pero que, perdida en la inmensa ciudad no puede más que ahogar su ira ante un horario de oficina y de misas imperturbablemente programadas.


En ese momento, lo mejor que la joven del cabello negro puede hacer es ayudar en la apurada indagación sobre el paradero del icono, por lo que se separa de su nana y comienza a preguntar a las personas que están rezando frente a los diversos nichos, ninguno de los interrogados sabe del paradero de Las Benditas Ánimas del Purgatorio, hasta que una señora encanecida le dice que sí, que efectivamente el cuadro había estado ahí; pero que hace poco lo retiraron de su nicho y no se  supo más de él. Llaman a la nana para que escuche la información, lo cual puede tranquilizarla un poco, mejor aún cuando pregunta si había sido hurtado o si se debía a la decisión de las autoridades eclesiásticas. Al saber que no se trataba de un robo, ella simplemente acepta la decisión de aquellos sacerdotes, pues:
—Los padrecitos saben mejor que nadie qué es lo que conviene a los fieles —dice la nana—, nomás espero que no hayan descontinuado a Las Ánimas benditas. De todos modos les voy a rezar. De su bolso extrae una estampa, en cuyo reverso está impresa una oración, que comienza a leer en voz alta: 

"¡Oh Ánima Sola!,
alcanza de la divina
misericordia el remedio
de esta necesidad que me aflige,
que yo te ofrezco limosnas abundantes
para tu pronta liberación.”              

Muy entrada la tarde, salen del templo. Tras horas de rezos han quedado tan extenuadas, que no quieren esperar la misa. Las calles se ven despobladas, comienza una llovizna muy ligera, un chipi chipi, como dice la nana.


Cuando están a punto de llegar al estacionamiento, las protagonistas de esta crónica se encuentran en su camino a un grupo de cuatro jóvenes malcarados y fachosos, que traen en sus cabezas sendas gorras, de esas que usan los cantantes de hip hop. Uno de ellos usa un pasamontañas anaranjado, como los que en las frías madrugadas urbanas cubren las cabezas de los barrenderos. Con tales gorros, los pandilleros parecen trasgos del asfalto.


Los cuatro facinerosos enfilan amenazadores con rumbo a ellas. Son claras sus intenciones: no van a pedir la hora. Pero entonces ocurre algo extraño, algo que les impide acercarse a las mujeres pues, repentinamente, cuando están a unos cuantos pasos de ellas, ellos se pasan hacia la otra acera, caminando encorvados y murmurando, sin dejar de verlas.


La joven de cabellos negros no comprende el gesto de aquellos muchachos. No puede precisar si es de asco o de miedo. Pero, ¿qué temor pueden inspirar ellas dos?; una señora entrada en años, débil y cansada ya por el trajín al servicio de la familia de aquella joven, y ésta, que a cualquiera le parecería más atractiva, que intimidatoria. El caso es que los jóvenes se alejan como si algo los hubiese ahuyentado ¿pero qué los hace desistir de asaltarlas?


La nana se percata del azoro de su acompañante. Con toda naturalidad le explica:

—No te preocupes, mi niña. El Ánima Sola, bendita ella, nos acompaña siempre. Ella nos ha salvado, con ayuda de la hueste celestial. Por esto siempre le rezo con harta devoción.    

                                                                                                              L.U. 2011