Quiero hablar sobre la apreciación de la poesía y las
relaciones que este género literario mantiene con el sentimiento y
la emoción. El punto de partida es una
crítica al confesionismo,[1] término que me servirá para
caracterizar a los poetas que declaren su sentir de manera directa, digamos que demasiado explícita.
El problema que encuentro en esta clase de poesía es que muchas veces tiene
resultados prosaicos; a pesar de que se encajen las palabras en métrica y rima.
A manera de ejemplo de tal confesionismo mencionaré unos versos que
pueden ser polémicos, pues gozan de fama. En “El nocturno. A Rosario”, Manuel
Acuña declara: “¡Pues bien!, yo necesito decirte que te adoro,/ decirte que te
quiero con todo el corazón;/ que es mucho lo que sufro, que es mucho lo que
lloro, que ya no puedo tanto, y al grito que te imploro/ te imploro y te hablo en
nombre de mi última ilusión”.[2]
¿Qué le falta al “Nocturno. A Rosario”? No la métrica, porque gracias a
ella tiene cierta musicalidad, son versos alejandrinos (porque tienen catorce sílabas). También el sentimiento está expresado. Aceptemos que sea el combustible de un poema
y que el prurito de confesarlo bien puede ser el comburente por la
impudicia de algunos artistas. No, ese no es el problema. No la confesión, sino la expresión, esto es, la manera de
confesarse, directa en el caso del confesionismo, porque informa sobre el sentimiento del escritor; pero no lo suscita en el lector. Para ello
hay recursos, quiero decir, tropos literarios, que forman el arte
retórico y el poético, por lo menos en lo que toca a la téjne (ars en latín)
y, sin que se agoten los misterios de la creación literaria ni de la poiésis (o la creatividad) en general, su
uso puede marcar diferencias en la producción literaria.
Menciono el aspecto técnico de la poética con el
propósito de señalar un criterio de apreciación literaria que no sea meramente privado. No digo que para garantizar la escritura
de buenos poemas; aunque en ese aspecto el criterio también puede ser
fructífero. Acudo a un ejemplo de la tradición, que no queda en el simple
confesionismo. Se trata del siguiente poema de Ramón López Velarde:
MI PRIMA ÁGUEDA
MI
MADRINA invitaba a mi prima Águeda
a que
pasara el día con nosotros,
y mi
prima llegaba
con
un contradictorio
prestigio de almidón y de temible
luto
ceremonioso.
Águeda aparecía, resonante
de
almidón, y sus ojos
verdes y sus mejillas rubicundas
me
protegían contra el pavoroso
luto…
Yo era rapaz
y
conocía la o por lo redondo,
y
Águeda, que tejía
mansa
y perseverante en el sonoro
corredor, me causaba
calosfríos ignotos…
(Creo
que hasta la debo la costumbre
heroicamente insana de hablar solo).
A la
hora de comer, en la penumbra
quieta del refectorio,
me
iba embelesando un quebradizo
sonar
intemitente de vajilla
y el
timbre caricioso
de la
voz de mi prima.
Águeda era
(luto, pupilas verdes y mejillas
rubicundas) un cesto polícromo
de
manzanas y uvas
en el ébano de una armario añoso. [3]
Casi se puede decir que también este texto se queda en la prosa. Incluso es anecdótico, pues comienza relatando que la prima Águeda era comensal
cotidiana de un refectorio familiar (que no monacal). Hace, sin embargo, una
prosopografía cuidadosa, porque nos dice cómo se viste ella, de negro, qué es
lo más destacado de su rostro, ojos verdes y mejillas ruborizadas,
y cómo se enmarcan esos rasgos: con un cuello almidonado.
Las “mejillas rubicundas” contrastan con el “pavoroso luto”. A juicio
del poeta, es una contradicción que su jovial prima ande vestida como una
doliente. Águeda es vivaz y sombría. Pero la contradictio no
es supresora, pues dice y resuelve en las metáforas luminosas: su parte
superior es muy colorida, porque uvas son sus ojos y manzanas sus mejillas;
pero el almidón de su cuello, cual una canasta que contiene las jugosas frutas,
reposa sobre un armario que parece vetusto, hecho de una madera que es negra,
el ébano.
Como se ve, en el poema no se privilegia el sentimiento. Incluso pasa
desapercibido porque la prosopografía sirve para formar un objeto, así como un
pintor configura un retrato y, con ello, un producto de las bellas artes. En
otras palabras, López Velarde forma un correlato objetivo, como
dice T. S, Eliot, a manera de preceptiva para su propia producción. Para Eliot
el correlato objetivo es "un grupo de objetos, una situación, una cadena
de acontecimientos que habrán de ser la fórmula de la emoción concreta".[4]
Pero, si el objeto formado por el poeta es un correlato, entonces debe
haber algo co-relacionado. El correlato subjetivo no es otra cosa que la
emoción concreta, como dice Eliot, el aspecto privado del poema que lo provocó. Esa emoción debió ser tan fuerte que inició una costumbre en López Velarde, la “heroicamente insana de hablar solo”. Aunque en
realidad este artífice de la imagen poética, este maestro de la metáfora no
habla solo, o no se habla sólo a sí mismo. Confiesa lo que siente: “calosfríos
ignotos”. ¿Se puede reprochar que él sienta algo ante una mujer?; ¿y que lo
confiese de esta manera?
El zacatecano sintió un calor frígido ante la presencia de la
prima. Es un contradictorio calor-frío, un oxímoron que pasa inadvertido por
ser de uso común, y que señala una sensación difícil de definir; por eso el
calosfrío es adjetivado de “ignoto”, a pesar de que el poeta se adjudica
rapacidad y blasona de conocer la O por lo redondo.
En “El perro de San Roque” López Velarde hace otra confesión: nada de conocedor,
en realidad es un hombre “débil, un espontáneo/ que nunca tomó en serio los
sesos de su cráneo”.[5]
Este poeta se
confiesa ignorante y por ello no debemos pedirle el cacumen para
explicar algo misterioso, un encantamiento, el que ejercen las mujeres sobre
los hombres. Dicho en sus propias palabras: “A medida que vivo ignoro más las
cosas;/ no sé por qué encantan las hembras y las rosas”.[6]
La confesión, tampoco solicitada, me tienta a ser indulgente ante los
errores que poeta jerezano pueda cometer en alguno de sus escritos. Pero no
daré la absolución, al contrario, señalaré una falta, porque algunos errores, fracasos o, como él dice, “bancarrotas”,
tienen resultados sorprendentes. Hay un error en cierta parte del poema “El perro de
san Roque”, que esta vez transcribo parcialmente:
[…]He oído la
rechifla de los demonios sobre
mis bancarrotas
chuscas de pecador vulgar,
y he mirado
a los ángeles y arcángeles mojar
con sus
lágrimas de oro mi vajilla de cobre.
Mi carne es
combustible y mi conciencia parda;
efímeras y
agudas refulgen mis pasiones
cual vidrios
de botellas que erizaron la barda
del
gallinero contra gatos y ladrones.
¡Oh Rabí, si
te dignas, está bien que me orientes:
He besado
mil bocas, pero besé diez frentes!
Mi voluntad es
labio y mi beso es rito…
¡Oh, Rabí,
si te dignas, bien está que me encauces;
como el can
de San Roque, ha estado mi apetito
El error está en los dos últimos versos, porque no compaginan con la
historia de San Roque. O sea, no se encuentra, por más que se busque, algún
pasaje en donde el can de dicho santo tenga alguna antorcha. La consulta
hagiográfica da como resultado una leyenda en donde el santo, que vivía los
rigores del ascetismo y el aislamiento, recibía el alimento que le llevaba un
perro, de manera similar a un cuervo que le daba auxilio a San Antonio
Abad llevando en su pico las hogazas.
El poeta zacatecano se equivocó de santo; porque el perro que tiene la
antorcha en las fauces es, en verdad, el de la leyenda de Santo Domingo de
Guzmán, quien fundó la orden de los frailes dominicos o dominicanos, los perros
del señor.
Lo que dice López Velarde falla, pues, como hagiografía; pero es un logro como poema. Ciertamente, eso es lo importante, porque se trata de otra metáfora, es una traslación de sentido: la actitud del perro, que mira hacia el cielo con la antorcha en la boca, no representa la profecía propia de Domingo de Guzmán, que habría de iluminar al mundo con la luz del cristianismo, en celosa actitud, vigilante, sino una dicotomía que torturó al poeta: besa tantas bocas y tan pocas frentes porque su carne se enciende con facilidad, no así su conciencia, que mira hacia el cielo, anhelante pero ineficazmente, por lo cual es calificada de “parda”.
Algo semejante se da con el cuervo legendario de San Antonio Abad,
porque también cambia el sentido religioso por el personal: aquel nutría al
cenobita; en cambio al poeta llega uno que no se digna a arrojarle una migaja
para paliar su hambre de amor, pues dice el poeta que el pájaro “vuela por mi
tebaida sin dejarme su pan”.[8]
Además de metáforas
hay hipérboles en la poesía de López Velarde, pues creo que no besó realmente
mil bocas, sólo fueron novecientas noventa y nueve. Lo que quiero destacar son
los adjetivos: los dedos son “maniáticos”. Él es como un sastre que se deleita
en medir las cinturas por cuartas; pero no triunfa en sus intentos de seductor;
por ello sus fallas personales o bancarrotas son “chuscas”.
Pero ninguno de los
mentados errores impide que los adjetivos lópezvelardeanos obren maravillas: el
sustantivo común casi es trocado en un nombre propio. Así en el poema que
describe a la joven y rubicunda Águeda, quien por vestir luctuosamente es
comparada con un armario “añoso”.
Veamos también el
poema más famoso de López Velarde, “La suave patria”: ¿qué puede decir el poeta
sobre un ave que ya tiene un adjetivo, cristalizado en el uso popular? Si el
pájaro ha de ser “carpintero”, debe serlo “de oficio”.[9]
No todos los calificativos son tan delicados y muelles, pues los hay sórdidos como el que se da en el poema “Noches de hotel”, cuyo catre es un “mercenario. He aquí la comprensión: Si no tienes casa propia, entonces alquilas una, con todo y muebles. El poeta carece de casa propia; por lo tanto sus camas son alquiladas, así como se alquila un condotiero.
El jerezano formula también un calificativo duro para su propia persona: “mi corazón oscurantista”.[10] Por eso hablemos un poco del “corazón”. En los ya citados versos de Acuña es lo único que puede tomarse como tropo, es una catacresis. No quiero entorpecerla preguntando a qué se refiere porque es otro tropo cristalizado, de uso popular. Quizá querer con todo el corazón sea querer con todo el ser, hiperbólicamente. Y, de no ser con todo el ser, por lo menos que sea con la víscera cardíaca. Así como la manzana tiene un centro al que, justamente y a falta de nombre propio (por eso es una catacresis), se le llama corazón. López Velarde aplica este vocablo a su intimidad, y dice que el suyo es oscurantista. Hay tinieblas en lo más íntimo de su ser, y emplea tantas veces dicho sustantivo, que su tercer libro, póstumo (de 1932), lleva por título El son del corazón, en donde hay otro poema que califica a su pecho como “feliz”.
La felicidad del poeta zacatecano se cifra en una expectativa siempre
saboteada: la "marcha nupcial", e introduce un formidable verso en
donde declara que, de “amar tanto” va bebiendo una "copa de espanto".[11] Sus confesiones parecen invitarnos a indagar toda clase de tragos
amargos que pudo haber pasado, saber de algún rechazo por parte del electorado, o el de
alguna amada. Creo que los rechazos de esta última clase son las bancarrotas
que mueven buena parte de su poesía. Son sus “efímeras y agudas pasiones”. En
cambio los errores que sean imputables a los “sesos de su cráneo” no merecen
siquiera la rechifla de algún demonio, mucho menos el llanto de la hueste
celestial.
Luis Urbina
2015
[1] Gastón Baquero habla del confesionismo
refiriendo al “poeta notario” o descriptivo, oponiéndolo al fabulador o escapista. Baquero, Gastón, Poesía
completa, Madrid: Verbum, 2013, p.373.
[3] López Velarde,
Ramón, “Mi prima Águeda”, en Obras, comp. José Luis
Martínez, México: FCE, segunda edición (aumentada), 1990, p. 143.
[4] "Hamlet y sus problemas", en El bosque sagrado,
trad. Ignacio Rey, Madrid: Langre, 2004, párrafo 7.
[5] “El perro de San Roque”, p. 252.
[6] Idem.
[7] Idem.
[8] “El Mendigo”, p.209.
[9] “La suave patria”, p. 260.
[11] “En mi pecho feliz”,
p. 250.