martes, 25 de enero de 2011

Aforismos




1.-  Si Dios existiera, tendría problemas existenciales.
2.-  Carne y espíritu son una sierpe bicéfala.
3.- Demos gracias a los dioses por ser tan misteriosos.


viernes, 21 de enero de 2011

El ojo hiperbólico






Cuando niño, yo tuve solamente un gran ojo. Es decir, creí que todo mi rostro era un órgano descomunal, ávido y monstruoso. Si extendía mis manos ante mi ojo, podía verlas perfectamente, lo mismo que mis pies con sus magras piernas y mi vientre pletórico de parásitos. Incluso podía ver mis hombros débiles y ridículos, en fin, todo mi cuerpo era distinguible, frente a mi gran ojo; pero no podía ver mi propia cabeza, ni mi copete, ni mi barbilla; pues cuando se me ocurría llevar mis manos hacia éstas partes de mi cabeza... ¡Ay, ojón! Parecía tocar los límites mi órgano visual. 

Por arriba, por abajo o a los lados, el campo que abarcaba mi mirada era tan amplio, que yo debía ser portador de único y gigantesco ojo, que consumía todo a su paso. Qué tan confusa debió ser esa sensación, que el ojo era la boca, incluso devoraba todas las cosas con la avidez de mi mirada.

Esa sensación es la más digna de recordarse en lo que fueron mis primeros años de existencia, cuando intentaba tomar conciencia de mi cuerpo. Pero hubo algunas cosas en el mundo (o sea, todo aquello que no era yo, ni mi ojo gigantesco) que enmendaron mi error, porque yo veía por todas partes a otras personas, entre ellas las enigmáticas niñas, que tenían en sus caras algo que me parecía sumamente raro: dos ojos, uno al lado del otro, separados por toda clase de narices. Mas, ¿cómo era eso posible?, ¿acaso era yo el único niño que llevaba un solo ojo en su cara?; ¿por qué no volteaban a verme con extrañeza? Mi teratológica situación era como para que me persiguieran los cazadores de monstruos; pero no, afortunadamente a nadie se le ocurrió dar cacería al ojón sinvergüenza que era yo.

El mundo le reservaba una sorpresa a mi ciclópea mirada: conocí los espejos, ¡pero cómo no me había dada cuenta de que hay espejos! No sé cómo explicar que hasta ese momento no me hubieran llamado la atención esas cosas plateadas que encandilan las vanidades. Tal vez era yo como esos gatos, que cuando se les pone frente a un espejo sólo atinan a juguetear con él, dándole un zarpazo y empujándolo como si se tratara de otro cachorro con el que pueden pelear. Quizá me situaba yo en tan larvario estadio de conciencia, que no había reparado en que la imagen producida en los espejos era ni más ni menos que la mía.

Gracias a mi descubrimiento de los espejos pude saber que no soy solamente un ojo descomunal. Pero, tras todos estos años, me es preciso buscar otra clase de reflejos, porque si bien conozco mi cuerpo, también quiero certezas en el aspecto moral, pues tengo algunas dudas en torno a mis defectos y cualidades. Me refiero a posibles cualidades mías, pues he de confesar que me considero buena persona; pero bien puedo engañarme, como antes. 

Ahora que soy adulto, ¿no seré más bien un monstruo? Soy de nuevo un ojo hiperbólico. Por eso debo echar mano de otra clase de espejos. Lo bueno es que por ahí, en el mundo, andan aquellas niñas que cruzaron por mi mirada infantil, que también han crecido.
           
Luis M. Urbina

Mayo de 2003

martes, 18 de enero de 2011

A la caza de un reino



El día 30 de junio de 1566 se organizó una cacería muy peculiar. No tanto porque un grupo de hombres corriese tras las liebres y las codornices, entre encinas y arbustos; sino por el sitio donde lo hacían, pues no se trataba de agreste montaña en un remoto paraje, sino de la mismísima Plaza Mayor de la Ciudad de México. ¿Cómo es esto posible?; ¿acaso se trataba de un sitio inculto, tras demolida la gran Tenochtitlan? Nada de eso, pues por aquellos años muchas de las calles de la Ciudad ya estaban adoquinadas; aunque el suelo de la Plaza, que a lo largo de la historia ha tenido tantos nombres y tantos usos, era de tierra apisonada y cubierta con algunas baldosas, sobre todo para caminar limpiamente hacia los céntricos edificios que la enmarcaban, de acuerdo con un traza urbana que, hasta hoy en día, es básicamente cuadrangular.


En ese tiempo la Plaza no era tan regular, porque en la parte occidental había construcciones que invadían el cuadrángulo, entre portales y mercados que, posteriormente, desaparecerían para ampliarla. Se  acondicionó la sede del gobierno virreinal, incluidos los despachos de los oidores, en lo que antes fueron las casas de Moctezuma; aunque el nuevo Palacio era un edificio pequeño, eso sí, con elegantes balcones, distribuidos entre cuatro torreones y dos puertas frontales; pero no contaba con los anexos de la Casa de Moneda, ni con los cuarteles; mucho menos con la tercera planta, que es más reciente. Junto al Palacio corría ancho canal de aguas, el cual venía desde el sur de la Cuenca de México y servía muy bien para transportar chalupas y trajineras, con gente y mercancías de toda índole. Todavía no estaba la antigua Universidad; pero en la esquina opuesta de la Plaza había ya un templo al que llamaban la Iglesia Mayor, antecedente de la Catedral Metropolitana.      


En medio de todo aquello se erigía, pues, el extraño escenario de la cacería. Pero, en realidad los pastos y los árboles que lo conformaban eran provisionales y fueron traídos desde otros lugares para montar el bosque artificial —algo así como lo que ocurre en este siglo XXI con la pista de hielo, que cada invierno adorna la, ahora, denominada Plaza de la Constitución, haciendo las delicias de inusitados y, en más de un sentido, dislocados patinadores—. En cuanto a los venados y los demás animales, éstos eran cazados por segunda vez, y si estaban sueltos, era dentro de un gran cerco, alrededor del cual se podía ver la multitud novohispana divirtiéndose y departiendo; comiendo copiosas viandas y bebiendo de enormes toneles de vino, a la salud del organizador de aquel espectáculo: Don Martín Cortés, quien era recién llegado a estas tierras, después de haber servido algunos años al rey Felipe II, y de madurar al fragor de grandes batallas como la de San Quintín, de 1557, en la que el ejército español derrotó al galo.  


La cacería y el sarao se organizaron para festejar a unos gemelos, los hijos de Don Martín, nietos de Doña Juana de Zúñiga y de Don Hernando —sí: del conocido Hernán—, el Marqués del Valle de Oaxaca, que fueron bautizados ese día, en un despliegue de lujo y poder, para reforzar la fama de la estirpe del señor de Tlapacoya, Cuilapa, Coyoacán y Cuernavaca, entre muchas otras heredades que, al parecer, no dejaban satisfecho al hijo del conquistador español, porque el nuevo y flamante Marqués tenía la intención de que su señorío se extendiese un poco más, ¿qué tanto? Casi nada, pues el caballero ambicionaba incluir en su patrimonio a la totalidad de la Nueva España.   


A esa desmedida pretensión responde el dispendio del Marqués. Quien además de ofrecer grandes espectáculos y banquetes, solía comportarse de un modo retador y altanero, no tanto con los más humildes pobladores de estas tierras (indios, zambos, patizambos y demás castas, quienes participaron de la comilona el día del bautismo de los hijos de Martín Cortés y Doña Ana Ramírez de Arellano),  sino con los principales de estas tierras, como si le debiesen algo, algo que él se encargaría de cobrarse, a su manera.


Todos los días y en todos lugares, el Marqués se hacía acompañar de numerosos criados de librea, así como de guardias personales, armados con relucientes picas y arcabuces, como si fuese un jefe militar, más que noble heredero, distendido en tiempos de paz. De hecho, su palacio, que se encontraba entre la Plaza mayor y la Calle de Tacuba, también tenía sus atalayas, y estaba rematado de almenas y sembrado de vigías.  Podría decirse que el Marqués vivía en un castro, en cuyo patio alojaba muchas piezas de artillería, las cuales, no se tendrían ahí como puro adorno y, desde luego,  todo este aparato habría de despertar sospechas entre los más celosos funcionarios de la Nueva España: los oidores. Quienes, en nombre del rey español, tenían que salvaguardar sus intereses  y eliminar toda oposición al orden establecido; aunque se tratase del notable hijo del conquistador que le procuró a la Corona inmensidad de tierras y pluralidad de súbditos.    

*         *         *

Anteriormente hablamos de que Don Martín Cortés organizó una fiesta para celebrar el bautismo de sus hijos gemelos, a la cual asistió buena parte de las castas que ya iban policromando la población de la Ciudad de México. Los indios, los mestizos y los mulatos pudieron disfrutar de la comilona, así como de bebida en abundancia y, lo más destacado: de espectáculos sorprendentes, como aquella cacería que tuvo por escenario un bosque, artificialmente puesto en plena Plaza Mayor. También se dijo que tal ostentación no habría de pasar inadvertida por los oidores, quienes vieron con suspicacia la manera en que el flamante Marqués se conducía ese y todos los días, haciéndose acompañar, a todos lados, por siervos de librea y escoltas fuertemente armados.


Los oidores eran ministros de la Real Audiencia de México, quienes atendían los pleitos, y tenían la facultad de dictar las sentencias. Varias veces llegaron a tomar la regencia de estas tierras, cuando faltaba algún virrey. Además, desempeñaron un papel de gran importancia para mantener a todos los demás súbditos en obediencia y fidelidad al rey español. En el siglo XVI, cuando el nuevo Marqués del Valle de Oaxaca vino a residir a la Nueva España, la Audiencia estaba formada por Don Pedro de Villalobos, Don Gerónimo de Orozco y Don Francisco de Ceynos, quienes eran como las grayas, de las que hablan los antiguos griegos: tríada de monstruos que todo lo observaban por único ojo y todo lo rumiaban con único diente.


Ojo único, por la unanimidad en el criterio y la prontitud con que los oidores llegaban a acuerdos y resoluciones. Diente único, por la concertada fuerza para morder—aunque no a la manera en que los modernos funcionarios lo hacen— y despedazar a los enemigos del orden.


Con ello podremos darnos una idea de lo que ocurrió a Don Martín Cortés, cuando se dio a notar en la vida pública de la Nueva España, estimulado, y casi se diría obligado, por la insidia de su nutrido grupo de amigos y lambiscones, quienes con chanzas y adulaciones, le hicieron sentir como un rey,  llevándole a creer no sólo que era oportuno ocupar el sitio del segundo virrey  —Don Luis de Velasco y Ruiz de Alarcón, porque había muerto desde hace mucho y no se contaba, aún, con el reemplazo— sino que era fácil alzarse con la tierra, porque los únicos que se interponían eran los oidores, cuya capacidad de respuesta fue menospreciada, por considerarlos unas antiguallas.


Entre los conspiradores podemos mencionar al deán Chico de Molina, junto a Don Fortún del Portillo y Don Alonso de Ávila; aunque, como dijimos, el grupo era numeroso e incluía a Don Luis Cortés, hijo también del conquistador (pero procreado con Doña Antonia de Hermosillo), así como a otro medio hermano, cuyo nombre preferimos dejar en suspenso, porque su disparejo destino merece todo un apartado. El caso es que este grupo, de jóvenes casi todos, quiso quedarse con la tierra y fundar un reino, el cual podemos imaginar como un reino independiente; aunque no se sepa bien a bien cuál sería, a la postre, la relación que se podría entablar con el rey español, Felipe II, cuyos ejércitos se encontraban en buena salud y tenían los resabios de cuando formaban parte del Sacro Imperio Romano Germánico, cuando era regido por Carlos V de Austria (o Carlos I de España), justo en el tiempo en que fue tomada la Gran Tenochtitlan por Hernán Cortés.


Quizá ni los propios conspiradores  sabían en qué pararía la cosa, pues era más su entusiasmo y atrevimiento, que la ponderación de las consecuencias políticas y sociales acarreadas por su intentona, la cual, según se enteraron los oidores, se concertaba para el día de San Hipólito, de aquel año del señor de 1566, cuando saliera del Palacio la procesión del Pendón. Ese día, los conspiradores tendrían preparado otro espectáculo insólito: la construcción de un bergantín, que sería colocado sobre ruedas para que recorriera la Plaza Mayor, cual si remase entre las aguas del lago de Texcoco, con el propósito, aparente, de recrear la histórica toma de Tenochtitlan. A la manera  del caballo que los aqueos usaron para tomar Troya, el bergantín estaría preñado de soldados, quienes prenderían y asesinarían a los oidores, cuando pasaran por una torre de Reloj, que se encontraba cerca de la casa de Don Alonso de Ávila, en la esquina del Palacio y la antigua Iglesia Mayor. 


A los oídos  (valga la redundancia)  de los oidores llegó la voz de alarma, que se puede rastrear hasta Fortún del Portillo, el más viejo —y, definitivamente, acabado— del grupo de conspiradores, quien al morir,  por causa de alguna enfermedad del hígado, se confesó con Fray Domingo de la Anunciación, que ni tardo ni perezoso, se pasó por alto aquello del secreto de confesión y, digamos que por razones de Estado, decidió hacer honores a su nombre, al anunciar la conjura.


Los oidores ponderaron que se encontraban en desventaja frente al Marqués y su gente, tanto en el aspecto militar como en la imagen pública, porque no gozaban de las simpatías de la población. Pero resolvieron detener inmediatamente a todos los conspiradores. Para ello le hicieron llegar a Don Martín atenta invitación a que recogiese unas cartas que, supuestamente, habían llegado al Puerto de Veracruz. Aunque su mayor deseo era degollarlo, se contuvieron de hacerlo, en parte porque no opuso resistencia cuando Don Francisco de Ceynos le comunicó del arresto, bajo cargo de traición a su Majestad, y le instó a rendirse, ante lo cual, el Marqués sólo atinó a decir: “Traidores no los hay, ni los ha habido en mi linaje”.


Y justamente, lo que pareció salvarle fue su notable ascendente; aunque no se descarta el temor de los oidores a ser castigados por los excesos que tendrían que cometer. Y es que, por desgracia, no tuvieron la misma consideración con los Ávila, Don Alonso y su hermano, Don Gil, quien al parecer era ajeno a la conspiración, pues recién llegaba de visita, ya que la mayor parte del tiempo se la pasaba fuera de la Ciudad, en una encomienda.


El  3 de agosto de 1566 la azorada población de la Ciudad pudo ver a los hermanos Ávila, fuertemente sujetados con grillos y montados sobre unas mulas para llegar junto a las casa de cabildo, donde fueron decapitados. A partir de ese momento, y dicho al pie de la letra, comenzaron a rodar las cabezas de los conspiradores.

El mestizo

Ya hemos dicho que Martín Cortés fue acusado de encabezar una conspiración para independizar a la Nueva España, cuando este país apenas tenía unas cuantas décadas de haberse incorporado a los vastos territorios que regía la Corona Española.  A pesar de que el hijo del conquistador pudo ser la cabeza del grupo de nobles que pretendían alzarse con la tierra, las cabezas que rodaron fueron las de los hermanos Ávila, quienes también eran hijos de un conquistador, Don Alonso; pero no gozaron de las mismas consideraciones que el heredero de Don Hernán Cortés, pues fueron inmediatamente ejecutados a la vista de la azorada población de la Ciudad de México.


También dijimos que la intención inicial de los oidores era degollar a todos los demás conspiradores; pero sólo les dio tiempo de reducir a prisión a la mayor parte, entre ellos a los hermanos Cortés, mientras se hacían las averiguaciones del caso. Decimos que no les dio tiempo pues, por suerte, justo en esos días llegó el nuevo Virrey, Don Gastón de Peralta, el Marqués de Falces, quien tenía en alta estima la memoria del conquistador y sacó de prisión a Don Martín, enviándolo, bajo pleito homenaje, a España para continuar allá con su proceso judicial, donde ciertamente recibiría algún castigo; pero no tan drástico como el que los oidores querían aplicarle. Otra fue la suerte que tuvieron los hermanos de Don Martín, quienes eran Don Luis y Don Martín.


Ha leído Usted bien, no se trata de un error de imprenta, repetimos a propósito el nombre de Martín Cortés, porque llevaban el mismo los hijos de Doña Juana de Zúñiga y de Doña Marina; aunque el mestizo era diez años mayor que el castizo.  Y es que estamos hablando, sino del primero, sí de uno de los primeros mestizos de nuestro país.


Aquí nos permitimos una pequeña digresión, pues vale la pena decir que el hijo de la Malinche era un poco más joven que los hijos de Gonzalo Guerrero, aquel náufrago que al tocar las tierras de la península de Yucatán fue capturado por los mayas. Pero este hombre le gustó a una cacique maya, y se casó con ella, arraigándose tan rápidamente a estas tierras y su gente, que cuando Jerónimo de Aguilar lo instó a huir, éste se negó. Jerónimo fue otro náufrago; pero reducido a la esclavitud; hasta ser rescatado por Don Hernán Cortés, a quien le sirvió como intérprete del idioma maya, siendo, pues, el eslabón clave para que la Malinche tradujera a esa lengua desde el náhuatl. Por su parte, Gonzalo prefirió defender los intereses de sus hijos, la nueva raza. Estamos hablando de los primeros contactos y mezclas entre diversas razas, tras varios milenios de aislamiento en que se encontraba el hombre pre-americano.


Terminemos ahora con el relato de los sucesos que se desencadenaron tras la captura de  hijos de Don Hernán Cortés.  Como hemos dicho, Don Martín, el hijo de Doña Juana, fue enviado a España, mientras que su hermano, Don Luis fue despojado de sus bienes y condenado al ostracismo, y Don Martín, el hijo de Doña Marina, fue severamente interrogado por el terrible visitador, el Licenciado Alonso de Muñoz —quien sustituyó al Virrey con artimañas, interceptando la correspondencia con España y falseando la situación que se vivía en la Nueva España—, o más que interrogado, fue sometido a tortura, porque se le aplicó “el potro”.


El “potro” era una tortura consistente en colocar al reo atado de manos y pies a un torno de madera, que se hacía girar, estirando las extremidades hasta el punto de descoyuntarlas. Este fue el tormento que se aplicó al mestizo, hijo de Don Hernán Cortés. No contento con eso, el visitador Muñoz ordenó que se le  pusiera al reo un embudo en la boca, para verterle cubetas de agua, con el supuesto propósito de arrancarle una confesión de culpa en la conspiración y de que delatara a otros nobles. Don Martín, caballero de la orden de Santiago, se negó a colaborar con sus torturadores, quienes continuaron aplicándole el potro, hasta que se desmayó.  Al final, fue enviado a España, donde murió poco tiempo después.


L.U. 2010