viernes, 21 de enero de 2011

El ojo hiperbólico






Cuando niño, yo tuve solamente un gran ojo. Es decir, creí que todo mi rostro era un órgano descomunal, ávido y monstruoso. Si extendía mis manos ante mi ojo, podía verlas perfectamente, lo mismo que mis pies con sus magras piernas y mi vientre pletórico de parásitos. Incluso podía ver mis hombros débiles y ridículos, en fin, todo mi cuerpo era distinguible, frente a mi gran ojo; pero no podía ver mi propia cabeza, ni mi copete, ni mi barbilla; pues cuando se me ocurría llevar mis manos hacia éstas partes de mi cabeza... ¡Ay, ojón! Parecía tocar los límites mi órgano visual. 

Por arriba, por abajo o a los lados, el campo que abarcaba mi mirada era tan amplio, que yo debía ser portador de único y gigantesco ojo, que consumía todo a su paso. Qué tan confusa debió ser esa sensación, que el ojo era la boca, incluso devoraba todas las cosas con la avidez de mi mirada.

Esa sensación es la más digna de recordarse en lo que fueron mis primeros años de existencia, cuando intentaba tomar conciencia de mi cuerpo. Pero hubo algunas cosas en el mundo (o sea, todo aquello que no era yo, ni mi ojo gigantesco) que enmendaron mi error, porque yo veía por todas partes a otras personas, entre ellas las enigmáticas niñas, que tenían en sus caras algo que me parecía sumamente raro: dos ojos, uno al lado del otro, separados por toda clase de narices. Mas, ¿cómo era eso posible?, ¿acaso era yo el único niño que llevaba un solo ojo en su cara?; ¿por qué no volteaban a verme con extrañeza? Mi teratológica situación era como para que me persiguieran los cazadores de monstruos; pero no, afortunadamente a nadie se le ocurrió dar cacería al ojón sinvergüenza que era yo.

El mundo le reservaba una sorpresa a mi ciclópea mirada: conocí los espejos, ¡pero cómo no me había dada cuenta de que hay espejos! No sé cómo explicar que hasta ese momento no me hubieran llamado la atención esas cosas plateadas que encandilan las vanidades. Tal vez era yo como esos gatos, que cuando se les pone frente a un espejo sólo atinan a juguetear con él, dándole un zarpazo y empujándolo como si se tratara de otro cachorro con el que pueden pelear. Quizá me situaba yo en tan larvario estadio de conciencia, que no había reparado en que la imagen producida en los espejos era ni más ni menos que la mía.

Gracias a mi descubrimiento de los espejos pude saber que no soy solamente un ojo descomunal. Pero, tras todos estos años, me es preciso buscar otra clase de reflejos, porque si bien conozco mi cuerpo, también quiero certezas en el aspecto moral, pues tengo algunas dudas en torno a mis defectos y cualidades. Me refiero a posibles cualidades mías, pues he de confesar que me considero buena persona; pero bien puedo engañarme, como antes. 

Ahora que soy adulto, ¿no seré más bien un monstruo? Soy de nuevo un ojo hiperbólico. Por eso debo echar mano de otra clase de espejos. Lo bueno es que por ahí, en el mundo, andan aquellas niñas que cruzaron por mi mirada infantil, que también han crecido.
           
Luis M. Urbina

Mayo de 2003

No hay comentarios:

Publicar un comentario