Cuando niño, yo tuve
solamente un gran ojo. Es decir, creí que todo mi rostro era un órgano
descomunal, ávido y monstruoso. Si extendía mis manos ante mi ojo, podía verlas
perfectamente, lo mismo que mis pies con sus magras piernas y mi vientre
pletórico de parásitos. Incluso podía ver mis hombros débiles y ridículos, en
fin, todo mi cuerpo era distinguible, frente a mi gran ojo; pero no podía ver
mi propia cabeza, ni mi copete, ni mi barbilla; pues cuando se me ocurría llevar
mis manos hacia éstas partes de mi cabeza... ¡Ay, ojón! Parecía tocar los
límites mi órgano visual.
Por arriba, por abajo o a los lados, el campo que abarcaba mi mirada era tan amplio, que yo debía ser portador de único y gigantesco ojo, que consumía todo a su paso. Qué tan confusa debió ser esa sensación, que el ojo era la boca, incluso devoraba todas las cosas con la avidez de mi mirada.
Esa sensación es la más
digna de recordarse en lo que fueron mis primeros años de existencia,
cuando intentaba tomar conciencia de mi cuerpo. Pero hubo algunas cosas en el
mundo (o sea, todo aquello que no era yo, ni mi ojo gigantesco) que enmendaron
mi error, porque yo veía por todas partes a otras personas, entre ellas las
enigmáticas niñas, que tenían en sus caras algo que me parecía sumamente raro:
dos ojos, uno al lado del otro, separados por toda clase de narices. Mas, ¿cómo
era eso posible?, ¿acaso era yo el único niño que llevaba un solo ojo en su
cara?; ¿por qué no volteaban a verme con extrañeza? Mi teratológica situación
era como para que me persiguieran los cazadores de monstruos; pero no,
afortunadamente a nadie se le ocurrió dar cacería al ojón sinvergüenza que era
yo.
El mundo le reservaba una
sorpresa a mi ciclópea mirada: conocí los espejos, ¡pero cómo no me había dada
cuenta de que hay espejos! No sé cómo explicar que hasta ese momento no me
hubieran llamado la atención esas cosas plateadas que encandilan las vanidades. Tal vez era yo como esos gatos, que
cuando se les pone frente a un espejo sólo atinan a juguetear con él, dándole
un zarpazo y empujándolo como si se tratara de otro cachorro con el que pueden
pelear. Quizá me situaba yo en tan larvario estadio de conciencia, que no había
reparado en que la imagen producida en los espejos era ni más ni menos que la
mía.
Gracias a mi
descubrimiento de los espejos pude saber que no soy solamente un ojo
descomunal. Pero, tras todos estos años, me es preciso buscar otra clase de
reflejos, porque si bien conozco mi cuerpo, también quiero certezas en el
aspecto moral, pues tengo algunas dudas en torno a mis defectos y cualidades.
Me refiero a posibles cualidades mías, pues he de confesar que me
considero buena persona; pero bien puedo engañarme, como antes.
Ahora que soy adulto, ¿no
seré más bien un monstruo? Soy de nuevo un ojo hiperbólico. Por eso debo echar
mano de otra clase de espejos. Lo bueno es que por ahí, en el mundo, andan
aquellas niñas que cruzaron por mi mirada infantil, que también han crecido.
Luis M. Urbina
Mayo de 2003
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